4 dic 2011

420 minutos

seis campanadas de una iglesia de cuya existencia nunca antes -lo juro- me había percatado, confirman el nuevo día.
el sol aún se esconde, la gente sigue durmiendo, pobres ilusos, pero la radio, terminando las repeticiones nocturnas y empezando el bullicio informativo matutino, confirma el nuevo día.
la rutina desespera.
ha sido una noche larga, como todas las que acompañan mi descenso incesable hacia el barro más apetecible.
un barro que te abraza con su repugnancia encantadora y te asimila y absorbe hacia este otro lado de la sociedad que tanto atrae. el barro confirma el nuevo día.
los vecinos de arriba han dejado finalmente de follar. los jadeos de él terminaron sobre las 4:53 am. los jadeos del otro, hacia las 4:55 am. mi curiosidad sobre la representación visual de tal escena se desvaneció hacia las 5:02 am. y entonces me di cuenta que el día empezaba a caminar.
y me venció la tristeza: otra noche sin dormir que me abstrae de cualquier sensibilidad ordinaria.
mis órganos receptivos, si existe tal función orgánica, se notan distintos.
mis sensaciones modificadas.
mi presunta poesía en el retrete, junto a los vómitos.
la cadena sin tirar, así quede constancia de ella, de que está ahí, de que no hay nada que hacer.
así el día confirme de nuevo mi frustración y mi sangre.
así un cañonazo alcance y vuele por los aires, a un centenar de millas de la costa, al puto velero que zarpa de mi puerto buscando nuevos mundos absolutamente desinteresados de mi mediocridad.
el día se confirma y se reafirma mi más absoluto tedio hacia un futuro angosto perfectamente inolvidable.
la curiosidad o el querer devenir alguna cosa va menguando como la luna, como la noche, como la oscuridad, hasta mañana.
me giro de nuevo, hay sol.
minuto 12:53, tchaikovsky se descojona de mí, y yo que sonrío.
siete campanadas imperceptibles.

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